LA TRANSFIGURACIÓN
Jesús realizó ante sus ojos aquella admirable manifestación en el monte Tabor, como un spoiler del Reino de los cielos, para que podamos penetrar, junto con los discípulos elegidos e inspirados por Dios, el sentido profundo de este divino y sagrado misterio.
Ahora nos toca estar despiertos para escuchar la voz divina y sagrada que nos llama con insistencia desde lo alto, desde la cumbre de la montaña. Apresurémonos a ir hacia allá. Corramos, entusiasmados y alegres, y penetremos en la intimidad de la nube, a imitación de Santiago y Juan. Seamos como Pedro, arrebatados por la visión y aparición divina, transfigurados por aquella hermosa transfiguración. Desasidos del mundo, despojémonos de todo y volvámonos al Creador, al que Pedro, fuera de sí, dijo: "¡Señor, qué bien se está aquí!"
Y yo digo: verdaderamente, Pedro, sí, ¡qué bien se está aquí con Jesús! Aquí me quedaría para siempre.
¿Hay algo que pueda dar más gozo, algo más importante que estar con Dios, ser hechos a imagen y semejanza de Él, vivir en Su presencia? Cada uno de nosotros, por el hecho de tener a la Divina Trinidad en sí y de ser transfigurados en Su imagen divina, tiene derecho a exclamar con alegría: ¡qué bien se está aquí! Donde todo es resplandeciente, donde está el gozo que nunca termina, la felicidad y la alegría profunda, donde el corazón disfruta de absoluta paz, serenidad y dulzura, donde vemos a Cristo Dios, donde Él, junto con el Padre, pone Su morada y dice, al entrar: "¡Hoy ha sido la salvación de esta casa!"
Hoy, en mi interior, también aparece el mandato del Padre: “Escuchadlo” (Mc 9, 7), y las palabras de Jesús son “espíritu y vida” (Jn 6, 63; cf. 3, 34-35) para mí.
Y sucede que, cuando estamos en oración, Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir al monte de la santidad, para que estemos cada vez más cerca de Él, ofreciéndonos a lo largo del camino Su amor y Su misericordia… Y así Cristo sigue plantando Su tienda en nosotros, en medio de nosotros. El mismo Verbo divino, que vino a habitar en nuestra humanidad, quiere habitar en nosotros, plantar en nosotros Su tienda, para amarnos y transformar nuestra vida y el mundo.
Contemplar a Jesús es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque Él nos atrae hacia sí y arrebata nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a Su altura, donde experimentamos la paz y la intensidad de Su amor; y tremendo, porque pone de manifiesto nuestra debilidad, nuestra imperfección, nuestra nada, y la dificultad de vencer al Maligno, que insidia nuestra vida. En la oración, en la contemplación diaria del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios.
Te invito a subir al monte Tabor de tu alma e igual que Pedro decir: ¡Señor, qué bien se está aquí con Jesús! Y así, permanezcamos en Su presencia.
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